Texto: DAVID MELÉNDEZ
Fotografía: LAGS (Luis Gómez Sandi)
Y el máximo pregonador de la distopía pisó de nueva cuenta Guadalajara para esparcir su mensaje, mensaje que muy pocos comprenden, razonan y ponen en práctica.
Sí, el incansable Roger Waters colmó a la Arena VFG con parte de su mamotreto de gira US+THEM, dónde se dieron cita alrededor de trece mil personas que quedaron por demás satisfechas con el despliegue de pirotecnia visual. Y enfatizamos el «con parte», ya que como algunas veces pasa, a Guadalajara llegan shows recortados y sólo constatamos pedazos de su magnificencia. US+THEM no fue la excepción, puesto que ya hubiéramos querido presenciar en la Perla Tapatía la misma «grandeza» de lo que se vivió, digamos, en el Estadio Nacional de Costa Rica.
Pero, bueno, recortado o no (en cuestión de producción), el show de Waters acuchilla el paroxismo hasta volverlo inoperante. Es tal la vibra y emoción que se derrocha en sus directos, que hasta el máximo insensible se vuelve un iluminado de los cinco sentidos. Además, si le sumamos la carga visual donde la realidad opresora yace retratada con santo y seña, la experiencia musical en vivo es una hostia consagrada que sirve para purificar cualquier quebranto y genera el éxtasis hasta la catarsis misma. Mas… ¿El espectador promedio sabe unir toda la verborrea visual del ex miembro de Pink Floyd y posee la sapiencia para hacerla suya? Es más, no nos vayamos tan lejos: ¿Sabe, siquiera, ponerla en práctica en la realidad o, mejor dicho, en su realidad? Porque es inmejorable ver las críticas hacia Trump, observar los bombardeos sirios, visualizar el terrorismo sangriento, que alguien nos advierta sobre Mark Zuckenberg y su obicuo Facebook, que constatemos que personajes como Petró Poroshenko o Mahmud Abás son encarnaciones latas de la maldad o que la imagen quasi infantil de Kim Jong-un sea provocadora de escalofríos infernales, pero es a su vez también atroz, que todas las imágenes anteriores sólo sean eso, meras imágenes, para todo ese público que se emociona al formarse una pirámide por medio de ases de láser o que un puerquito inflable vuele sobre sus cabezas por medio de drones. Porque, acto seguido, ese mismo público saca sus celulares para grabar dicho momento y subirlo, digamos, a Facebook, y ahí, justo ahí, el público está dejando de ser parte del show y transformarse así en la misma crítica que Waters pregona y que busca con ahínco que terceras personas entiendan la susodicha ironía y la lleven a la práctica.
Por otro lado, da gusto constatar que Waters entrega directos concisos, donde ya amplía el repertorio de su banda madre (le guste o no a su ex compañero David Gilmour) y mete algunas canciones de su etapa solista. Sobre el escenario, Waters sigue energético y contestatario, pues lo mismo levanta ambos brazos en señal de victoria, que aspavientos iracundos para emocionar al público hasta el tope. De su banda, ni qué decir; parte de esos músicos son los que han participado en sus discos en solitario y yacen más que engranados en interpretar cada tema con tesón infalible. Eso sí, mención aparte merecen sus coristas Jess Wolfe y Holly Laessig (mentes maestras de la banda Lucius), que lo acompañan desde el 2015 y que potencian infinidad de temas —como «One of these Days»— de forma celestial con su incomparable poder vocal. Y, claro, ese guitarrista crepuscular de nombre Jonathan Wilson que funde su virtuosismo entre arpegios, requintos y coros al servicio del legado de Pink Floyd.
Para finalizar, sucedió la misma historia de siempre cuando existen conciertos en la Arena VFG: buena parte del público llegó hasta una hora después de la hora en que arrancó el concierto por culpa de la inmensa cantidad de carros sobre la carretera a Chapala, todo por no preveer rutas distintas o compartir transporte.